No se trata de algo tan simple como distintos «medios» para los mismos «fines»

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La Tizza Cuba
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6 min readApr 17, 2024

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Por Rafael Hernández

Fragmento del artículo Hablando del Partido, publicado en la plataforma Oncuba y amablemente enviado por su autor a La Tizza para su republicación.

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Siempre me ha intrigado la línea que separa, según algunos libros de texto, el periodo «agrario y antimperialista» de la Revolución y el «socialista». Lo digo precisamente porque toda esa radical transformación en el funcionamiento del poder político anotada arriba, incluyendo la de los partidos, ocurrió aun antes de que la Ley de Reforma agraria de mayo de 1959 disparara el conflicto con la clase alta cubana y norteamericana, todavía cuando la Revolución contaba con un apoyo casi unánime, salvo el de los batistianos que habían huido a Miami y República Dominicana.

Cómo la estructura del poder y el orden social reinantes en la Cuba de los años cincuenta podrían haber admitido una «revolución agraria y antimperialista» sin que esta entrara desde el principio en la radicalidad de una revolución social de verdad, solo tiene sentido para los códigos de aquel marxismo-leninismo y en los escenarios revolucionarios hipotéticos que los manuales de la Komintern enunciaban.

Numerosos autores han investigado la izquierda cubana antes de 1959, y algunos de sus principales problemas, diferencias y conflictos. Narrarla como una orquesta acoplada, o simplificarla en una línea recta que conecta a los primeros marxistas cubanos con el Partido Comunista de 1965 no ayuda a entender nada de nuestra historia. Tratándose de movimientos políticos, su interacción principal no se expresaba en los contenidos ideológicos de sus discursos, sino en sus estrategias políticas concretas.

Digamos, por ejemplo, cuando Fidel Castro, antes del Granma, caracterizaba al Movimiento 26 de Julio como «el aparato revolucionario del chibasismo», no lo distinguía tanto de los comunistas, sino sobre todo de una Ortodoxia políticamente «impotente y dividida en mil pedazos», incapaz de luchar contra la dictadura.

Para ilustrarlo con otro ejemplo, lo que separaba a Joven Cuba (JC), la organización fundada por Guiteras en 1935 y al Partido Comunista de entonces, no era la adhesión a un objetivo socialista. «Para que la ordenación orgánica de Cuba en nación alcance estabilidad, precisa que el Estado cubano se estructure conforme a los postulados del Socialismo», empieza diciendo el Programa de JC.

La diferencia de partida, al adoptar una estrategia insurreccional, era la acción política concreta, que predeterminaba el tipo de poder al frente de la revolución desde el principio.

Cuando aclaraba que al socialismo se llega «por sucesivas etapas preparatorias», de las cuales aquel Programa solo trazaba la primera, les estaba asignando a las «etapas» un significado completamente distinto a las que establecía la Komintern.

De manera que caracterizar al guiterismo como «demócrata revolucionario» o apenas «antimperialista», y no como la estrategia que abrió el camino a la revolución socialista en Cuba, mediante el movimiento revolucionario que derrocó a la dictadura de Batista e inició la revolución de manera continua, ilustra esa diferencia y su significado. No se trata de algo tan simple como distintos «medios» para los mismos «fines», sino de toda una concepción estratégica para hacer la revolución.

Considerar esas diferencias, entre las organizaciones revolucionarias y en el seno de cada una, no se dirige a achacarle retrospectivamente a ninguna sus errores, falta de visión o esquematismo de entonces, sino a entender nuestra historia como diferente a un cuento de hadas o una película de horror, según acostumbran a caracterizarla tirios y troyanos. Entre otras cosas, porque permite también estimar el mérito de una política de diálogo que contribuyó a juntar corrientes muy divergentes y que recelaban profundamente entre sí.

Reducir la revolución socialista al protagonismo de un partido o un ideario tampoco ayuda a comprender sus complejidades y problemas.

Imaginar que la restauración de las promesas incumplidas de la Constitución de 1940 o cualquier otro programa de leyes o constructos jurídicos creados por las organizaciones que se opusieron a la dictadura como si fueran el guion del proceso, sería creer que las circunstancias donde ocurren los cambios sociales y políticos radicales propios de una revolución social se encierran en un plan de reformas, por importantes que fueran. En cualquier caso, la revolución ya se había manifestado como poder político aun antes de haberse adoptado la primera reforma económica importante, al ser capaz de imponerse a los intereses creados en el orden político establecido.

Las diferencias dentro de esa izquierda cubana no se limitaban, desde luego, a las vías para llegar al gobierno o tomar el poder. Si antes de 1959 la Juventud Ortodoxa llegó a inscribir en sus banderas la palabra socialismo, y si el programa de unos comunistas, rebautizados como Partido Socialista Popular, se podría haber confundido hoy con la socialdemocracia, no necesariamente esas afinidades los preparaban para la convivencia. Más bien resultó todo lo contrario.

Claro que hubo estalinistas en esta historia casi desde el principio. De hecho, estaban ahí antes de que los partidos revolucionarios decidieran unirse, y no solo colaborar. Aunque los sectarismos no se limitaban a una sola organización, el que provocó la crisis dentro de la primera organización política unitaria, las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI), fue el propiciado por un grupo de estalinistas que recelaban de todos los revolucionarios que no fueran viejos comunistas.

A pesar de que el PSP advirtiera, en su autocrítica VIII Asamblea de agosto de 1960, que «la actuación conjunta de las organizaciones es la garantía de la unidad y el avance de la Revolución», las ORI, constituidas apenas dos meses después de Playa Girón, fueron embarrancadas por el sectarismo casi desde su fundación.

Finalmente, como se sabe, lo que contribuyó decisivamente a unir a las diversas organizaciones y sus respectivas corrientes políticas internas no fue precisamente la deliberada, voluntaria y consciente adopción de un modelo leninista. Más allá de la inteligencia dentro del liderazgo revolucionario, y el acople de una política de unidad negociada, el principal impacto lo tuvo el asedio de una formidable contrarrevolución, respaldada y tutelada por los Estados Unidos. El asedio de sus enemigos impulsó más la unificación en un solo partido que la ideología compartida entre las filas revolucionarias.

Si se relee lo anterior, se podrá entender que cuando partidos como el PSP acuerdan su disolución, en el verano de 1961, y declaran que «nos fundimos hoy en las fuerzas revolucionarias integradas, en marcha hacia la construcción del Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba», no están entrando en el Walhalla de la perfecta armonía o en el reino congelado del totalitarismo, según lo caracterizan tirios y troyanos, sino en un proceso de cambio hacia un sistema político nuevo, discrepante del estalinista y del maoista, y que no estaba entonces ni luego exento de contradicciones, divergencias e incluso conflictos.

No contar con una historia crítica de ese sistema político y sus complejidades deja un vacío, que suele llenarse con paquetes doctrinales, de un signo y de otro, más cercanos por cierto a los esquemas de la Komintern que a la sociología política. Por ejemplo, cuando afirman «no fue en enero de 1959, sino en abril de 1961, cuando la construcción del totalitarismo cubano tuvo a la mano todos sus elementos necesarios». Lo mismo que atribuir el conflicto social no a intereses y factores de poder, sino a la ideología, y cifrarlo en representaciones, como las de un enemigo «que debía ser nacional y foráneo a la vez, un monstruo en el que pudieran fundirse la maldad del imperio y la vileza de los traidores». Este paralelismo entre visiones aparentemente excluyentes, reunidas en un enfoque que reemplaza el análisis histórico por frases literarias, y la lógica de una revolución social por lo que los filósofos llaman una teleología (del bien o del mal) confirma un curioso código de parentesco, nada casual.

Lidiar con la pluralidad dentro de las filas de ese Partido; conducir la transformación del sistema político, no solo como sujeto, sino como objeto de los cambios; ser espejo de la sociedad y sus problemas; mirarse por dentro e inspirarse en aquella cultura política originaria, parecen requisitos del momento histórico, y de la reconstrucción de su sentido. Cómo hacerlo, a la altura de la Cuba actual, exige a la vez realismo e imaginación.

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